Hablar de culinaria navideña es perderse en un laberinto acomunado por tradiciones, costumbres, gustos, necesidades más o menos satisfechas, estragos o deslices de medida y comportamiento, pero cargado también por una cierta “moralidad” hipócrita de orden salutista.
Por cuanto concierne este último punto de vista, soy del parecer que la salud es buena pero cuando es una imposición que rasa el fanatismo, es siempre un poco menos buena. Hay excesos peores que una comilona y lo vemos todos los días: creo que hay que excederse en estas ocasiones en la mejor manera: disfrutemos con conciencia de los excesos alimentarios que estas fiestas navideñas o cualquier otra fiesta importante del año (Pascua, Acción de Gracias etc.) llevan consigo. Además, señores, en una columna de cultura culinaria como esta, bien cabe lo que dijo el chef Jordi Cruz: “La gastronomía no es nutrición”.
Volviendo a lo nuestro, para los dos días de Navidad lo que se come en el mundo son una serie de sopas o entradas de vario género, seguidos de rostizados con un número importante de guarniciones y una mesa de dulces con frutas abrillantadas y secas, productos de caramelo, mazapán, chocolates rellenos o no, con varia combinación de porcentaje de cacao, tortas fermentadas y no, rellenas y no, especiadas, combinando forma, color e ingredientes. Lo que se bebe son cócteles y vinos espumosos. Más allá de las variantes –millones- de forma, color y técnica culinaria, los menús navideños están caracterizados por la abundancia y la redundancia, por los productos de prestigio y difíciles elaboraciones, signos de buen auspicio y exorcismo de una eventual penuria futura. Es por eso también que se come en demasía, cosa por supuesto que no pueden tener en cuenta los que se ocupan del comer como un mero aporte energético y que nos demuestra siempre, en cualquier situación de festejo y no festejo, de vida cotidiana, que el comer NO es solo algo que se hace para aportar nutrientes en un contexto fisiológico sino que va más allá y penetra en las creencias, tradiciones, visiones del mundo, características geográficas, estilos de vida.
Dejando de lado por ahora esta visión general de comidas navideñas junto a reproches a una visión totalitaria de la “ciencia nutricional”, vamos a ver qué pasa en España en esta temporada. Para eso elegí dos platos, el primero madrileño y el segundo levantino.
El besugo a la madrileña es un plato tradicional de la capital española; caro, si se tiene en cuenta el precio altísimo en los mostradores de las pescaderías locales en este período. Puede que sea este uno de los motivos por el cual, proveniente de los puertos cantábricos, se requiera tanto paras las fiestas. Como dije, la Navidad es ostentación y búsqueda de lo inusual o elaborado. Pescado de prestigio, muy apreciado en España, el “Pagellus bogaraveo”, es un pez pelágico de carne blanca, magra pero con una densidad de grasas que alcanza hasta el 10% de su cuerpo en la temporada invernal.
Como casi siempre en este campo, existen variedades en la receta: con el tomate, con una “salsa” de pan rallado, ajo y perejil que se usa a modo de aderezo-adobo, con un lecho de patatas, pero básicamente se trata de un pescado mechado con limón al horno, cocido en un fumet y vino blanco en cazuela de barro o pírex. Esta es la base, después vienen las variantes y costumbres: quien le agrega el tomate y el compuesto de pan rallado, perejil y ajo a mitad cocción, quien opta por sazonarlo antes (sin tomate y el compuesto del pan rallado) y una vez en el horno, se saca solo una vez cuando está lista con un tiempo de cocción de 10 a 25 minutos dependiendo del tamaño. La guarnición que acompaña al besugo, tradicionalmente es
berza morada cocida con patatas (de ahí a lo mejor que algunos omiten el tubérculo en la fuente del pescado) en un fondo de aceite de oliva, cebolla, manzana, tocino, azúcar, sal y pimienta. A esto le sigue otro complemento infaltable antes de la hecatombe de los postres y golosinas: la sopa de almendras. Fantástico postre dulce liquido de nata y pasta de almendra (se asume también el mazapán), servido en una cazuela de barro.
De Madrid, nos vamos al Levante y especificadamente al alicantino, aunque este plato tenga que ver también con Murcia y la parte este de Andalucía.
Ahí, para Navidad reina la enésima versión del plato del cual prometo un artículo próximamente; uno de los platos cardenales de España sin lugar a dudas: el cocido. Pero esta vez limitémonos a un cocido particular: el cocido de pelotas. O sea el cocido de albóndigas.
El cocido de pelotas esta considerado, así como sus primos en toda España, un guiso; quien escribe tiene severas dudas que el cocido sea un guiso pero por el momento dejémoslo ahí. Cómo dije, dedicaré a este plato un artículo donde examinaré esta cuestión.
El procedimiento es aquel del plato madre o sea la ebullición de elementos cárneos y vegetales en un caldo mixto, el cual será consumido con fideos, ajo y perejil y, si se prefiere, zumo de limón. El elemento cárnico está compuesto por tocino, chorizo, una parte de ternero, pero también ave, como gallina, pavo o pollo y hasta casquería, como hígado vacuno o criadillas de caprino. Los vegetales están representados por los garbanzos, legumbre estrella de este plato en todas sus variantes (excepto en el cocido cántabro), zanahoria, patata y apio. La pasta de las pelotas está compuesta por un mixto de cerdo y ternero, huevo, ajo, perejil, sal, pimienta y un aglutinante de miga de pan mojado en leche (o en alternativa pan rallado). Otra variante de la albóndiga es la sustitución del cerdo y el ternero con pollo y pavo.
Dada la estructura del picado, las pelotas se cuecen a la fin del todo el procedimiento.
El protocolo de consumición es el del cocido-madre con sus tres tradicionales “vuelcos”. El caldo con fideos como dije, las hortalizas y luego las carnes y las pelotas.
Un deleite para la algarabía gustativa, así como el otro, el madrileño besugo, en la Nochebuena española.
Cantabria
Y nos vamos al norte. A esa comunidad pequeña, media escondida, no muy conocida, que algunos llaman “la montaña”: Cantabria. La montaña, la parte propiamente montañesa y la otra, la montaña “baja”; aunque ya en desuso y substituido por el de “Cantabria”, de “cántabro”, habitador de las montañas. De norte a sur: mar, campo colina y coronamiento final con la cornisa cantábrica. Una cordillera, la “cornisa”, que unió a toda esta tierra como “montañesa”, incluyendo aquellos pedazos de tierra que morfológicamente no lo son, uniendo a tal punto este territorio que no tiene provincias sino comarcas, encajado entre tres comunidades de las más fuertes de España. Lo mismo pasa con la gastronomía: una reducida, significativa aglomeración de habitantes que sin chillar la “cultura” gastronómica local, manifiesta la propia tradición y la une, haciendo del pescado marino y del cocido, de la ganadería y de la pesca, de la repostería y de las hortalizas o de los pescados de agua dulce que abundan en los ríos de altura, toda una gastronomía sin distinción, donde el platillo gallego y vasco, así como el cocido ibérico se juntan y se re denominan en lo cantábrico.
Cantabria tiene una gastronomía que pertenece a aquellas que podríamos llamar de provincia, una gastronomía que se manifiesta en pocos platillos, en pocos productos. Una minoría que sin embargo alcanzó con un postre, la “quesada pasiega”, estar en la lista de los siete platos más representativos de la gastronomía española. Un postre rústico bien de montaña, de productos lácteos genuinos, en el cual postre se remarca la cualidad de excelencia de la leche de esta comunidad autónoma norteña. Excelencia que se repite en las anchoas saladas, aperitivo típico de esta región norteña, pasando por las rabas; productos éstos que en casi toda España encuentran un lugar de privilegio y especialidades autóctonas, aquí lo alcanzan por su nivel gustativo, por la calidad, por la excelencia. Con las truchas y salmones de sus ríos pasa lo mismo, así como en la ganadería con su raza propia, la Tudanca, orgullo de las cabañas locales, zenit de la producción cárnea que en Cantabria encuentra en el bovino su preferencia.
Raza autóctona que transbordó en tiempos no muy remotos su extensión hacia todo el norte de Castilla y León, que de tradición e importancia supera por creses a la de la “montaña”. Raza típica cántabra que superó por su excelencia y su “justeza “, no más de las demás forasteras, ni por leche, ni por carne, sino por adaptación ganó la apuesta, por la disponibilidad a la fatiga, a su simbiosis con el ambiente montañés. Raza acosada por la mecanización de la campaña, aunque en estos últimos años está viviendo un renovado interés, sea solo por la voluntad de los cabañeros de conservar un patrimonio biológico-genético autóctono más que por la conveniencia económica, visto que las demás razas lecheras y ganaderas más conocidas
superan las expectativas en este aspecto.
Como se puede ver, la excelencia, la interpretación y adaptación de materias primas, productos y platos, especialmente de las tres potentes comunidades que rodean a Cantabria, son siempre las que garantizan su autonomía, hasta en los platos de algunas comunidades lejanas, como la gallega, como por ejemplo en sus sopas de mariscos y mariscadas gallegas, en la merluza en salsa verde del vecino País Vasco o el sorropotún, variante cantábrico de la marmita de bonito pescado en el Cantábrico, que, como he explicado en el artículo dedicado a los atunes, el bonito de la marmita es el atún blanco o “bonito del norte” y no el “bonito” con el que se le llaman a las sardas, que tienen que ver más con las caballas que con los atunes.
Vamos, a este punto, y ya cerrando nuestro viaje por “la montaña”, al plato fuerte de esta comunidad norteña: el cocido.
También este plato suena a otro, ¿no? Al más famoso, al célebre cocido madrileño y todas las otras variantes suyas, el maragato, el andaluz, el canario. Como los demás productos y platos que hemos visto, el cocido montañés se diferencia de los otros por su peculiaridad y su estar “en el medio”, factor importante, como he señalado, de esta gastronomía, que podemos constatar en otras costumbres culinarias de pequeños territorios como veremos en otros artículos. Pero no en todos los pequeños territorios sucede lo mismo; como pudimos ver en el caso de la cocina canaria que posee características diremos opuestas a la cocina que se está analizando.
El cocido cantábrico llamado “montañés” sigue la “norma” de esta cocina: plato fuerte, sin garbanzos, lo que lo diferencia de los demás cocidos, incluso el otro cocido cantábrico pero regional, el lebaniego (de la comarca de Liébana) que lleva porcino, sí, pero también bovino, como los demás cocidos: alubias, berza y tocino, acá está el cocido montañés.
Otra curiosidad es que no lleva borono, el embutido cantábrico por excelencia, una especie de morcilla más blanca, mantecosa, de sangre y tripa de cerdo. O sea el cocido de Cantabria entera, el montañés, no lleva ni Tudanca ni borono, dos productos locales autóctonos, a los cuales se les podría agregar el garbanzo de Pote, otra variedad cantábrica, reemplazada por la alubia blanca. Carne y garbanzo que podemos encontrar en el otro cocido cantábrico, pero comarcal de Liébana.
Esta característica de ser distinta con respecto a las demás comunidades autóctonas y a sí misma, elaborando o no elaborando la materia prima que la comunidad produce, sea por elección o costumbre, convierte a la cocina cantábrica, no estando por cierto en la cima de la gastronomía española, en una culinaria más que interesante.